Son necesarios 800.000 mil millones de euros cada año para impulsar la competitividad de la Unión Europea y que el bloque comunitario continúe su caída libre frente a dos grandes potencias: una tradicional, Estados Unidos, y otra en ascenso, China, junto con el eje asiático. Esta es una de las principales conclusiones del tan ansiado y esperado informe del expresidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi.
Señala tres retos inmediatos que afronta la UE (cerrar la brecha de innovación, alinear la descarbonización con la competitividad y reducir la dependencia de proveedores críticos, como China) y que son fundamentales si Europa quiere mejorar su productividad y fortalecer la cooperación entre sus Estados miembros para implementar políticas eficaces en un mundo cada vez más global y competitivo.
La inacción tendría una consecuencia clara: el deterioro del estado de bienestar actual. Europa debe actuar con decisión y trabajar unida para superar estos desafíos. Draghi advierte que este camino no será fácil y que requerirá una inversión superior a la del Plan Marshall tras la Segunda Guerra Mundial.
Posteriormente, Delpla y Weizsäcker sugirieron un sistema de dos niveles: los Blue Bonds, garantizados hasta el 60% del PIB de cada país, y la Red Debt, una deuda más costosa y arriesgada para los que superaran ese umbral. Ambos enfoques buscaban equilibrar la estabilidad financiera con la responsabilidad fiscal, pero las propuestas no prosperaron.[1]
No fue hasta la crisis sanitaria de la COVID-19 cuando la UE dio un paso valiente, emitiendo deuda conjunta para financiar la recuperación económica. En tiempos de crisis, las soluciones audaces se hacen imprescindibles. Draghi retoma esta experiencia para fundamentar su propuesta de transición.
No obstante, emitir un bono europeo requiere profundos cambios estructurales, como una mayor integración fiscal—lo que ya Trichet en 2010 denominaba los Estados Unidos de Europa—y, lo más importante, una estricta disciplina presupuestaria. El endeudamiento compartido no debe convertirse en un pretexto para perpetuar los desequilibrios fiscales en los países en los que los desequilibrios económicos son recurrentes.
Pero más allá del positivo impacto que derivaría de esos cambios estructurales, este instrumento podría fortalecer el incipiente mercado de capitales europeo. Un bono europeo competiría con activos seguros como los bonos del Tesoro estadounidense, ofreciendo una alternativa atractiva para los inversores. No se trata solo de reducir costes de financiación, sino de consolidar el papel de Europa en los mercados financieros globales y, por qué no, favorecer el uso del euro como moneda de reserva.
En definitiva, la emisión conjunta de deuda europea ofrece una oportunidad única para avanzar hacia una mayor integración económica y fiscal. El éxito del programa NextGenerationEU ha demostrado que la financiación conjunta puede impulsar la recuperación y financiar proyectos estratégicos. Si manejamos bien este proceso, Europa podrá no solo financiar su transición hacia un futuro más sostenible y digital, sino también consolidarse como una potencia económica global. El reto subyace en encontrar el equilibrio adecuado entre la solidaridad y la responsabilidad. Si lo logramos, construiremos una Europa más fuerte, competitiva y unida.
Por si queda muy largo, se podría resumir de la siguiente manera:
“Durante la crisis de deuda soberana de 2010, Jean-Claude Juncker y Giulio Tremonti propusieron la creación de una Agencia Europea de Deuda (EDA), mientras que Delpla y Weizsäcker sugirieron el sistema doble de Blue Bonds, garantizados hasta el 60% del PIB nacional, y la Red Debt, por encima de ese nivel. Sin embargo, ninguna propuesta prosperó”.